Alma de Moguer

El pan 3

PAN Y VINO DE MOGUER

Juan Ramón Jiménez: Platero y yo


IMÁGENES (foto jjferia):

Monumento a Juan Ramón en la plaza de Cabildo de Moguer y calle de Andalucía

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XXXVIII   EL PAN

Te he dicho, Platero, que el alma de Moguer es el vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno — ¡oh sol moreno!—, como la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo entero empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el pueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come un gran pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo, en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como la esperanza, o con una ilusión…
Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se paran en cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan: “¡El panaderooo!…“ Se oye el duro ruido tierno de los cuarterones que, al caer en los canas tos que brazos desnudos levantan, chocan con los bollos, de las hogazas con las roscas…
Y los niños pobres llaman, al punto, a las campanillas de las cancelas o a los picaportes de los portones, y lloran largamente hacia adentro: “¡Un poquiiito de paaan!…”

El pan 5
Calle de Andalucía con típicas fachadas encaladas y ventanales enrrejados (foto jjferia).

LIX   ANOCHECER

En el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del pueblo, ¡qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso recuerdo de lo apenas conocido! Es un encanto contagioso que retiene todo el pueblo como enclavado en la cruz de un triste y largo pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas estrellas, amontona en las eras sus vagas colinas ―¡Oh Salomón!― tiernas y amarillentas. Los trabajadores canturrean por lo bajo, en un soñoliento cansancio. Sentadas en los zaguanes, las viudas piensan en los muertos, que duermen tan cerca, detrás de los corrales. Los niños corren, de una sombra a otra, como vuelan de un árbol a otro los pájaros…
Acaso, entre la luz umbría que perdura en las fachadas de cal de las casas humildes, que ya empiezan a enrojecer las farolas de petróleo, pasan vagas siluetas terrosas, calladas, dolientes ―un mendigo nuevo, un portugués que va hacia las rozas, un ladrón acaso―, que contrastan, en su oscura apariencia medrosa, con la mansedumbre que el crepúsculo malva, lento y místico, pone el las cosas conocidas… Los chiquillos se alejan, y en el misterio de las puertas sin luz, se habla de unos hombres que «sacan el unto a los niños para curar a la hija del rey, que está hética»…

Leer el paisaje
Plaza del Cabildo con las esculturas de Juan Ramón Jiménez y de Platero (foto jjferia)

CXXIV   EL VINO

Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan, No. Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado septiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de vino y se derrama casi siempre como un corazón generoso.
Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menos generoso, y suena a cristal. Es como si el sol se donara en líquida hermosura y por cuatro cuartos, por el gusto de encerrarse en el recinto transparente del pueblo blanco, y de alegrar su sangre buena. Cada casa es, en cada calle, como una botella en la estantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el Poniente las toca de sol.
Recuerdo La fuente de la indolencia, de Turner, que parece pintada toda, en su amarillo limón, con vino nuevo. Así Moguer, fuente de vino que, como la sangre, acude a cada herida suya, sin término; manantial de triste alegría que, igual al sol de abril, sube a la primavera cada año, pero cayendo cada día.

LEER EL PAISAJE: la torre de Moguer
Torre mudéjar e Iglesia parroquial de Moguer (foto jjferia).

CXXXIX  LA MUY ILUSTRE CIUDAD DE PLATERO

Al volver de nuevo a Moguer, como antes lo ví tanto con Platero, no lo puedo ya ver sin él, de modo que ahora voy a todo con su recuerdo.
A su recuerdo es a quien le hablo, porque no me gusta la soledad y me da la compañía mejor que cualquier persona.
Además, como viví tanto a su lado, cada lugar despierta nuevos recuerdos de él.
No es redundancia, es necesidad de apoyarme en sus recuerdos porque sin él los míos estarán solos, como el sol y la luna del campo sin nosotros.

Juan Ramón Jiménez (1881-1959): Platero y yo

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