CALLE DEL SACRAMENTO Y ENTORNO
Miguel de Unamuno: Paisajes del alma
IMÁGENES (foto jjferia):
Calles del Sacramento y de Segovia y plazas Mayor y de la Villa de Madrid
CALLEJEO POR LA DEL SACRAMENTO
Hace ya cuarenta años que fui a visitar a otro poeta, a Núñez de Arce, en su vivienda de la calle del Sacramento, donde acaso escribió su Miserere, pues desde allí cabía recibir, a través de las encinas velazqueñas del Pardo, y como por espiritual telefonía poética, los ecos del Panteón del Escorial, que ya otro poeta, Quintana, hubo cantado.
No había yo vuelto por esa calle desde entonces, y aun antes apenas si la conocía. No está en el Madrid de mis correrías de estudiante morriñoso. Y he vuelto a esa calle llamado por otra morriña. He vuelto en romería.
La Plaza Mayor, archivo de majeza, que me trae recuerdos de su hermana mayor, la de Salamanca, y allí el pedestal de aquella hermosa estatua ecuestre de Felipe III, a que derribó perturbada turba perturbadora, hecha de brutos iconoclastas, seminario de petroleros –semillero de incendiarios–. En recuerdo le llena a la plaza la ausencia de la estatua abolida.
Luego, la Torre de los Lujanes, prisión que fue de Francisco I de Francia; después, la recatada señorial Plaza del Cordón, y por ella, a la calle del Sacramento, cruzada por la del Rollo –rollo: picota; ¡qué nombres sacramentados!–, y allí, en fila suave, moradas vivideras señoriales, hidalguescas, provincianas de Corte y Villa, con aire de gentileza de «Castiella la gentil» del viejo cantar. Puertas de portadas con dinteles de roca castellana, adovelados. Y allí se respira sosiego y se reposa el cielo luminoso de Madrid, con Dios y sin polvo.
¿Polvo? Sí; se posa polvo de luz celeste y se debe de oír mejor, sin estrépito de bocinas, la voz de la campana parroquial que toque a ánimas y a oración. Y si ya no es así, al menos, «soñemos, alma, soñemos»… Allí ha respirado más a sus anchas mi ánimo, y he sentido mayoría, anchura y grandeza ciudadanas soñando el pasado que es y no el que sólo fue. Y en la desembocadura de la del Sacramento, el monumento a las dos docenas de víctimas que sucumbieron en el atentado de regicidio del 31 de mayo de 1906, día de la boda agorera de la última pareja regia de España. Y luego, por el Pretil de los Consejos –¡qué otro nombre!–, a la calle de Segovia, una encañada urbana, y sobre ella el Viaducto, antaño suicidadero popular, que conduce a su aledaño, el Palacio de Oriente, también en cierto sentido, no literal, sino espiritual, suicidadero… dinástico.
Lo que habrá escuchado en atento silencio esa calle del Sacramento, sin tranvías y casi sin autos, esa fila de viviendas ciudadanas, recogido remanso de historia. ¿Del viejo Madrid? No, sino del Madrid intemporal, del Madrid –oso y madroño– que soñaba, vivía y revivía don Benito, su evangelista. Por esa calle del Sacramento solía callejear Bringas, el del Palacio Real.
Sí, sí, cabe callejear, discurrir por Madrid soñando a España; cabe ir soñando por calles encachadas de este Madrid, senaras de España, sin temor a que le rompan a uno el sueño, que nos le escuda y ampara este cielo que laña la cuenca del Duero con la del Tajo, Castilla la Vieja y la Nueva. Respira la calle del Sacramento aire del Guadarrama. Pero… ¡ojo!, porque hay que vivir despierto. Por si acaso… A Dios rogando y con el mazo dando, no sea que se nos rompa la vela. Ese monumento de la desembocadura de la calle del Sacramento y aquel pedestal vacío de la Plaza Mayor nos amonestan a vivir despiertos. Que la barbarie que hoy se revuelve contra un símbolo, sea de carne o de bronce, mañana se revolverá contra el que la ha suplantado, y destruirá el símbolo, pero no lo simbolizado.
A soñar, pues, lo que se queda; pero despiertos a lo que se pasa. Y a Dios rogando y con el mazo dando. Por lo cual roguemos, de mazo levantado, a nuestro Dios histórico y religioso, no al metafísico y teológico, que los recuerdos de gloriosas esperanzas de nuestros antepasados nos críen esperanzas de gloriosos recuerdos que entregar a nuestros trasvenideros.
En El Sol, Madrid, 15 de marzo, 1932.
Miguel de Unamuno (1864-1936): Paisajes del alma