Salamanca, Salamanca

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SALAMANCA

Miguel de Unamuno: Andanzas y visiones españolas


Imágenes (foto jjferia):

Puente romano, catedral, estatua y fachada de la Universidad de Salamanca

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Catedral de Salamanca y puente romano sobre el Tormes (foto jjferia)

SALAMANCA

Sí, yo podía describiros esta ciudad y ejercitar mi mayor o menor virtuosidad en la descripción literaria. Podría deciros cómo esta ciudad de Salamanca, asentada en un llano, a orillas del Tormes, es una ciudad abierta y alegre, sí, muy alegre. Cómo el sol, que sobre ella brilla, ha dorado las piedras de sus torres, de sus templos y sus palacios, esa piedra dulce y blanda, que recién sacada de la cantera se corta como el queso, a cuchillo, y luego, oxidándose, toma ese color caliente, de oro viejo, y cómo a la caída de la tarde es una fiesta para los ojos y para el espíritu ver a la ciudad, como poso del cielo en la tierra, destacar su oro sobre la plata del cielo y reflejarse, desdoblándose, en las aguas del Tormes, pareciendo un friso suspendido en el espacio, algo de magia y de leyenda.

Podría hablaros del follaje de piedra de sus fachadas,  de la riquísima ornamentación de sus tallas platerescas y de cómo nació aquí el plateresco. Estilo, sin duda, recargado, gongorino, aunque no tanto como el manuelino portugués. Aquí, en esta misma Universidad, junto a la cual estoy escribiendo, hay una fachada del siglo XVI, que se les invita y enseña a admirar a los visitantes y turistas; pero yo prefiero otros más antiguos y más ingenuos adornos que dentro de ella, a su entrada, hay en el techo. La fachada es más talla que arquitectura y peca de profusión. Prefiero los encantadores patriarcas ―Abraham, Salomón, David, Daniel― que cierran las nervaturas de las bóvedas. Eso sí, la fachada se abre a un patio exterior que es un encanto y un consuelo. Luego que ha cesado el vocerío estudiantil, cuando están cerradas y mudas las aulas, en horas o en días de vacación, sobre todo en las tardes lentas del verano, ese patio de las Escuelas Menores, con su broncíneo fray Luis de León en el centro, sobre su pedestal, con un eterno gesto de apaciguamiento, es algo que habla al alma de lo eterno y lo permanente. No doy por nada del mundo ese patio, henchido en su silencio de rumores seculares, ese patio sin ruido de tranvías ni de ferrocarriles ni de vana agitación humana.

Fachada
Monumento a Fray Luis de León frente a la Universidad de Salamanca (foto jjferia)

Si queréis bullicio, aunque bullicio moderado y tranquilo y cotidiano, y casi diré doméstico bullicio como aquel con que los niños llenan un hogar, acudid en esta ciudad de Salamanca a su hermosa plaza Mayor, una de las plazas más armoniosas, según me decía el arquitecto  alemán Jürgens. Una plaza cuadrada -es decir, un cuadrilátero, no un cuadrado- con sus soportales y toda  llena de aire y de luz. Una tarde, paseándonos los dos por ella, me decía mi amigo el gran poeta peninsular, o mejor ibérico, Guerra Junqueiro: «Me gusta esta plaza porque en ella la muchedumbre tiene movimientos rítmicos». Y, en efecto, circulan bajo sus soportales los hombres y las mujeres en dos filas, separados, dándose cara, ellos hacia la parte de fuera, en el sentido del reloj, ellas por la parte de dentro, en el otro sentido. Y hay algo de litúrgico en este circular -mejor sería decir «cuadrar»- de las gentes de la ciudad por su plaza. Salmantino hay que puede decirse que vive en ella. Es el principal mentidero de la ciudad; es también su principal escuela de haraganería. Y sin molestias de tranvías.

Leer el paisaje
Plaza Mayor (foto jjferia)

Fue el mismo Guerra Junqueiro quien otra vez me dijo: «Feliz usted que vive en una ciudad por muchas de cuyas calles se puede ir soñando sin temor a que le rompan a uno el sueño». Hay viejas calles, como la de la Compañía, al pie de palacios y templos dorados por los soles de los siglos, en que uno puede ir soñando en una España celestial, colgada para siempre de las estrellas.  Y hay un rincón, junto al convento e iglesia de las Úrsulas, entre álamos que allá en la primavera, cuando brota en ellos el tierno plumoncillo de las hojas nuevas, nos da la sensación de que el tiempo se detiene y remansa en la eternidad, de un pasado que es a la vez un porvenir, de una puesta de sol que se confunde con el alba.

Y los sotos de las orillas del río, con su verdura discreta y sobria, sin esa lujuriosa exuberancia de los países de selva, con esas dulces perspectivas virgilianas u horacianas. Ha sido en paisajes así, limitados, sencillos, al parecer pobres, donde ha nacido la poesía eglógica. Aquí se inspiró fray Luís de León. Y los que hablan de la fealdad del campo castellano no saben lo que se dicen. Tienen la vista vulgarizada por los cromos de comedor de fonda.

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Catedral de Salamanca y puente romano sobre el Tormes

Y como los frescos sotos de las márgenes del rio, son los sotos de columnas de estas iglesias y estas catedrales  –pues aquí hay dos–. También estos bosquecillos de columnas, con su pétreo follaje de capiteles, con sus bóvedas que se cierran, dejan correr por medio de ellos un cauce, aunque de aguas invisibles. Cuando el órgano resuena se oye el rumor de esas aguas del espíritu. Y en medio de la catedral vieja, la románica –ya a comienzos del gótico–, la medioeval, entre sus fuertes columnas elefantinas, se ve cómo nació la patria. Y allí se sueña con aquel bravo obispo don Jerónimo, el francés, del Perigord, el coronado que vino de la parte de Oriente, según reza el viejo Cantar de Mío Cid, el que acompañó a Rodrigo Díaz de Vivar en su conquista de Valencia, el que le pedía le otorgase las primeras acometidas, aquel obispo que quería mojar su lanza en sangre de moros y cuyos huesos, tan molidos un tiempo, descansan hoy aquí, en Salamanca. Y cerca de donde descansa el viejo y negro Crucifijo que el Cid llevaba en sus campañas, el Cristo de las batallas. ¡Cuántas cosas no dice ese Cristo de las batallas, que tantas arrancadas presenciara!

De la vieja leyenda nigromántica y alquímica de esta ciudad, de lo que ha hecho que el nombre de Salamanca signifique lo que significa en apartados rincones de esa tierra americana —¡la Salamanca!— de esa, ¿qué he de deciros? Aún discuten aquí dónde se encontraban las famosas cuevas en que el marqués de Villena se dedicaba a sus brujerías y encantamientos.

¿Y qué de la Salamanca de La Celestina y de la de El estudiante de Salamanca de Espronceda, con su calle del Ataúd, que hoy lleva otro nombre? Estudiantes, aunque no como aquel, aún quedan, y Celestinas me parece que también.

Miguel de Unamuno (1864-1936): Andanzas y visiones españolas.

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